Un atardecer cualquiera que no fue cualquiera.

Hace algunos ayeres tuve la oportunidad de estar en Oia, Grecia; un lugar esplendoroso que es famoso por tener una de las puestas de sol más privilegiadas (Sí, pareciera que el sol debería de ponerse igual en todos lados, pero no). Esa tarde, a punto de las seis de la tarde la gente se arremolina para atestiguar el tan ansiado evento, es realmente impresionante la cantidad de gente en los tejados de tan bonita ciudad, algunos presumen haber llegado hasta dos horas antes para buscar tener la mejor vista, porque un espectáculo así, merece tener el mejor palco. Finalmente sucede, a la hora de siempre sucede, sin falta sucede, el sol empieza a descender y los infinitos tonos rojizos empiezan a bañar todo el ambiente.

Me tomo el tiempo para ser testigo de tan hermoso paisaje, me conmociona, es una experiencia que enmudece al más elocuente. Después de unos cuantos minutos, por mera curiosidad volteo a observar el rostro de los demás testigos, quiero comprobar si todos los que estamos ahí, tenemos la misma cara de bobos. ¡Oh, sorpresa! Sí, pero no. Todos gesticulan diferente, unos ríen, otros lloran, unos no pueden cerrar la boca, otros no pueden abrir más los ojos. Y lo compruebo, estamos ahí, siendo tan distintos todos, sintiendo tan distinto todos.

El sol se pone y se va, lo hace todos los días y para los que estamos ahí, en ese preciso momento, en ese día, ese sol que es el mismo que sale mañana, nos tiene rendidos, iluminándonos los ojos, el rostro, el alma, poco más, no exagero. Y yo me conmuevo hasta el tuétano de comprobar que el mismo sol que nos ilumina a todos igual afuera, sea capaz de iluminarnos tan distinto adentro.

Chizo.

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